Rosetta

Según IMDb, Rosetta se estrenó en estas tierras el 3 de agosto de 2006 pero, a menos que el desembarco haya tenido lugar en algún festival o evento especial, la película que Jean-Pierre y Luc Dardenne produjeron en 1999 recién llega a la cartelera porteña diez años después (el 31 de diciembre pasado, para ser más precisos). Aunque no es una opera prima, la película se revela como precursora de los largometrajes que los hermanos belgas filmaron después y que, caprichos de la distribución, los espectadores argentinos vimos antes: La promesa, El hijo, El niño, El silencio de Lorna.

La década transcurrida prueba que el trabajo de estos realizadores no pierde vigencia, un poco por los atributos inconfundibles de sus relatos; otro poco porque la realidad que recrean (la desprotección y vulnerabilidad de la clase baja belga) cambia muy poco. Tal vez quienes se animan a traer un título «viejo» apuestan a la fidelidad de quienes admiramos a los Dardenne, a la curiosidad de quienes estén dispuestos a descubrirlos, y al interés de quienes buscan conocer el aspecto menos encantador del Primer Mundo europeo.

En Rosetta encontramos tres virtudes típicas del cine que algunos preferimos: 1) narración lacónica (sin verborragia), lineal (sin flashbacks, flashforwards ni otras grandes alteraciones de edición) y sin embargo elocuente (Luc y Jean-Pierre saben sugerir mucho más de lo que muestran); 2) personajes de carne y hueso (no estereotipos) interpretados por actores abolutamente versátiles (esta vez en un papel secundario, lo reencontramos al magnífico Olivier Gourmet); 3) invitación al cinéfilo para que imagine lo que no se le explica.

Como de costumbre, los Dardenne no emiten juicio de valor sobre sus personajes: ni sobre esta joven empecinada en buscar trabajo y en rescatar a su madre del alcoholismo, ni sobre aquella parejita que decide vender su bebé, ni sobre aquel padre que enseña a delinquir a su hijo, ni sobre aquel adolescente que sale de prisión después de haber cumplido condena por el asesinato de un niño, ni sobre la inmigrante de Europa del Este que sostiene un delicado matrimonio por conveniencia.

Como de costumbre, los Dardenne tampoco recurren al golpe bajo ni incitan al voyeurismo. Su arte consiste en acompañar al protagonista (a la protagonista, en este caso) en su rutina diaria: cuando se rebela ante cada despido, cuando pide trabajo, cuando cambia su calzado antes de atravesar el terreno que media entre la ruta y su casa rodante, cuando intenta controlar a su madre, cuando frecuenta a su único amigo Riquet, cuando come sus gauffres, cuando se dobla por los dolores de panza.

Sin mostrar nada tremebundo, los hermanos belgas generan tensión, angustia, incomodidad. Pero, en todos sus films y también en Rosetta, nos conceden el beneficio de la duda a partir de un final abierto tanto a cierta esperanza (para los espíritus optimistas) como a la consumación de la tragedia imaginada (para aquellos escépticos o pesimistas). De esta manera, prueban que sus películas no son de su autoría exclusiva; también son un poco nuestras.