Esta reseña fue escrita ayer domingo, horas antes de la 81a. cermonia de los Oscar. De ahí la esperanza anacrónica que pueda transmitir hoy lunes, en cuanto a la posibilidad de que la Academia de Hollywood valore la calidad de El luchador y así compense los (o al menos algunos) desaciertos cometidos en entregas anteriores.
Es que la película de Darren Aronofsky supera a sus rivales. No sólo por las actuaciones de los nominados Mickey Rourke y Marisa Tomei sino por la honestidad intelectual con la que el director de la impactante Réquiem para un sueño cuenta el ocaso de un ídolo de la lucha libre.
Dicho de otro modo, The wrestler prescinde del golpe bajo al que tanto recurre la manipuladora Million dolar baby, y de la propaganda (a veces subliminal, a veces evidente) que despliega la saga de Rocky. En cambio, si algo distingue al guión de Robert Siegel, es la intención de presentar a un tipo de norteamericano cuyo molde escapa a los estereotipos del exitoso self made man y del ilusorio american way of life.
Randy –The Ram– Robinson es la contracara del winner en el sentido habitual del término, primero porque este personaje sólo triunfa en el ring (triunfo que para colmo está programado y «coreografiado»), segundo porque cumple a medias con las exigencias impuestas por el sistema o la sociedad. Así, del retrato del protagonista se desprenden dos frescos: aquél que reivindica las virtudes de nobleza y lealtad inherentes a un supuesto «submundo» (el de la lucha libre) y aquél que sugiere las fisuras de un Estados Unidos difícilmente asimilable a la definición de «Primer Mundo».
Si bien Rourke renació oficialmente cuando encarnó a Marv en Sin city, el papel asignado por Aronofsky desmiente las sospechas de un regreso pasajero, con poca gloria. Por otra parte, esta película confirma que Tomei superó hace tiempo a la chillona Mona Lisa Vito de Mi primo Vinny.
Algunos espectadores coincidirán con quien suscribe en que El luchador comparte con Perdidos en la noche el tipo de historia y de personajes abordados. Quizás ayer domingo también hayan coincidido en apostar -tal vez con toda ingenuidad- a la lucidez que el jurado de la Academia demostró en 1970, cuando premió al igualmente entrañable film de John Schlesinger.