Las manos del cineasta ciego recorren la pantalla de TV plana que, en ralenti, proyecta el momento de aquel último beso con su amada: Mateo Blanco/Harry Caine recuerda -casi mira- a través del tacto el testimonio de una cámara anónima, atenta, piadosa, reparadora. Imposible permanecer indiferentes a la estética de esta secuencia, cuya carga emotiva se refuerza gracias a la música original de Alberto Iglesias. Imposible no celebrar el regreso de Pedro Almodóvar, aún cuando Los abrazos rotos pueda gustar menos que sus antecesoras.
Su última película desembarca hoy jueves en la cartelera porteña, y es como si el mismísimo director manchego nos visitara en persona. Al menos eso sentimos los seguidores incondicionales, ansiosos por el reencuentro que cada tanto tiene lugar en distintas latitudes, y dispuestos a disfrutar de cada estreno con la admiración a flor de piel y muy poca objetividad.
Hace meses en la revista El amante, un tal Jaime Pena comparó la conducta de Almodóvar con la de los integrantes de U2. El ¿corresponsal español? explicó que uno y otros producen su nuevo film/disco «como una respuesta a lo que la crítica dijo del anterior, una forma de pulir los posibles errores o las aristas más acentuadas de su obra precedente». También sugirió que no existe «otro cineasta tan preocupado por lo que se dice de él y su obra».
Quien suscribe opina lo contrario… De hecho, don Pedro es fiel a sí mismo más allá de apreciaciones ajenas. Así lo prueba la continuidad temática y estilística que resiste el paso del tiempo (también los diagnósticos del periodismo especializado) y que conforma el sello de una autoría con personalidad propia.
Los abrazos rotos es un eslabón más de esta trayectoria. Un eslabón que refuerza más de lo que aporta, puesto que innova poco y en cambio retoma obsesiones, pasiones, incluso escenarios y revelaciones.
En este último largometraje, Almodóvar es tan fiel a sí mismo que se permite rendirles homenaje no sólo al cine en general, como es su costumbre, sino a sus propios títulos. De ahí que…
… la comedia que filma Blanco/Caine (Chicas y maletas) se filme en un balcón-terraza parecido al de Mujeres al borde de un ataque de nervios;
… el mismo personaje esté ciego como Máximo Espejo paralítico, Andrea Caracortada tullida, David también paralítico, la Hermana Rosa sidosa, Alicia comatosa, Agustina cancerosa;
… en el cajón donde Blanco/Caine guarda sus fotos y demás recuerdos personales y profesionales, asoma una tarjeta con el dibujo de un corazón muy parecido al del afiche de La flor de mi secreto.
… las almodovarísimas Rossy de Palma y Chus Lampreave tengan su papel (por más secundario que sea) asegurado.
Al igual que sus predecesoras, Los abrazos rotos también explota recursos del folletín/telenovela y del thriller psicológico. La pasión desborda y, de una u otra manera, condena a Ernesto en su relación posesiva con Lena (José Luis Gómez nos brinda la mejor actuación, incluso superior a la de Penélope Cruz), a la mencionada Lena en su determinación a rehacer su vida con quien realmente ama, a Blanco/Caine en la intención de rescatar su trabajo, a Judith García en su desesperación por salvar a su hijo y de paso vengar sus celos, a Ray X en su decisión de reparar el daño que causó su padre.
Las pinceladas cómicas tampoco faltan. Pero esta vez se encuentran encapsuladas en la película dentro de la película (¿tal vez ésta sea una manera de sugerir que la risa está más cerca de la ficción que de la realidad?).
Es posible que los espectadores menos fanáticos, y por lo tanto más imparciales y críticos, le reprochen a este largometraje su (para ellos excesiva) duración y cierta dificultad a la hora de desarrollar en paralelo dos líneas argumentales igualmente complejas: por un lado, la historia del triángulo amoroso conformado por Mateo/Harry, Lena y Ernesto; por otro lado, la historia de la película Chicas y maletas.
No obstante, aún cuando estos reparos tienen fundamento, nadie puede negarle a Los abrazos rotos sus muy buenos momentos, los más representativos del talento almodovariano. Pregúntenles, sino, a quienes fueron conquistados por la escena de un cineasta ciego cuyas manos recorren con nostalgia la secuencia en ralenti de aquel último beso.