Hace días vengo pensando en parte de una respuesta que le escribí al amigo Adenoz, es decir, en el intento de relacionar cine y gastronomía. Aquí no se trata de elaborar otra colección temática de films como aquéllas referidas al periodismo, al sida, a la mujer, a la maldad o a la muerte. Aquí se trata de establecer un paralelismo entre la alimentación y el consumo de películas.
Cuando dejamos de pensar en la ingesta como en la simple satisfacción de una necesidad básica, entonces encontramos diversos puntos de contacto entre el comensal y el espectador. Por lo pronto, el acto de comer y el acto de mirar comparten una dinámica afuera-adentro (del plato/tenedor a nuestro aparato digestivo; de la pantalla a nuestro sistema visual-auditivo) y una meta nutritiva (nutrición de nuestro cuerpo; nutrición de nuestro intelecto/espíritu).
Esta primera (y muy básica) coincidencia da pie a algunas reflexiones que intento desarrollar a continuación.
Alcances del efecto globalizador
En líneas generales, las productoras hollywoodenses y las cadenas de fast food tienen bastante en común: la red de franquicias/distribuidoras transnacionales, la explotación de recetas/fórmulas narrativas aplicadas hasta el hartazgo, el abuso de saborizantes artificiales/efectos especiales, grandes presupuestos invertidos en poderosas campañas de marketing, la consecuente conformación de un público internacional entrenado para valorar y pedir más de lo mismo.
Pero las consecuencias de la globalización van más allá del consumo rápido. Así como no todas las cadenas de restaurants desparramadas en el planeta venden únicamente comida chatarra, tampoco todas las películas con aspiraciones de masividad son el producto exclusivo de una industria serial.
Efectivamente existen títulos menos burdos, menos pre-digeridos, basados en estándares estéticos y narrativos más flexibles en comparación con aquéllos impuestos por Hollywood. Estos films explotan un supuesto halo de independencia (o al menos de heterogeneidad) que aporta algo de oxígeno a un aire viciado. Sin embargo, nunca abandonan el nido globalizado(r).
En un sentido parecido, el rubro gastronómico también ofrece alternativas (por ejemplo, La brioche dorée) que se apropian de cierta identidad en particular (en este caso, la francesa) para hacerle frente a la hegemonía mcdonaldiana. Pero a no confundirse: tanto la cafetería de origen galo como aquella película proveniente de un país lejano se limitan a «jugar» con una definición ficticia y oportunista de lo regional, de lo típico, de lo original.
En principio el ámbito más resguardado del efecto globalizador es el ámbito donde todavía reconocemos/valoramos la impronta autoral, es decir, donde todavía detectamos algún vestigio de trabajo personal, artesanal como antónimo de industrial. Desde este punto de vista, es probable que la eterna discusión sobre el cine de autor tenga su réplica en el espacio paralelo habitado por quienes analizan la trayectoria de los cordons bleus.
Mientras este debate se mantiene vigente en uno y otro rubro, quienes disfrutamos del llamado «Séptimo Arte» (así, con mayúsculas) y del buen comer seguimos confiando en que -contrariamente a lo que algunos críticos sostienen- todavía existen largo/cortometrajes y delicias únicas e inconfundibles, que sólo tal o cual talento puede crear.
Malos hábitos y conductas patológicas
Están los comensales que, víctimas de cierta angustia oral, picotean y engullen sin siquiera proponerse disfrutar lo que están masticando. Están los espectadores que, víctimas de cierta angustia visual, empiezan a mirar una película, la interrumpen, la retoman, vuelven a detenerla, esta vez definitivamente, la cambian por otra y vuelven a darle rienda suelta al picoteo -en este caso y a esta altura- digital.
Están los que se sientan a la mesa y hablan con la boca llena, y están los que se sientan en una butaca y miran la pantalla sin poder cerrar la bocota. Están los que apoyan los codos sobre la mesa, y están los que apoyan los pies sobre el respaldo del asiento que les resulta más cómodo. Están los que en su casa no pueden almorzar/cenar si no miran televisión, y están los que no pueden mirar la pantalla sin ingerir pochoclos, nachos, ¡ahora también hamburguesas! y por supuesto una gaseosa descomunal.
Atención. La bulimia, la anorexia, la ortorexia no son desórdenes exclusivamente alimenticios. Alguna vez los psicólogos y sociólogos sabrán explicar las razones por las cuales algunos espectadores alquilan, compran, intercambian DVDs en forma compulsiva para luego deshacerse de ese mismo material lo antes posible, alquilándolo a amigos/familiares, vendiéndolo a desconocidos, intercambiándolo con otros espíritus empecinados en montar una cinemateca que en definitiva nunca tendrán.
La anorexia cinéfila es otro caso de estudio fascinante. Hay quienes se sienten empachados con tantos estrenos por semana, y entonces optan por concurrir cada vez menos a las salas o alquilar/bajar cada vez menos películas. Llega un momento en que estos individuos se jactan de haberse liberado del yugo cinematográfico, y no perciben la extrema delgadez que cristaliza y debilita los cimientos de la sensibilidad intelectual, artística, espiritual.
La ortorexia también tiene su correlato entre los amantes del celuloide. De hecho, ataca a espectadores convencidos de que sólo deben ver películas buenas, aprobadas por entendidos, recomendables por una cultura mejor. Por eso, antes de entrar a la sala de proyección o de elegir un título en el videoclub, estas personas consultan con exasperante minuciosidad los datos del film en cuestión (año de estreno, nombres de director, guionista y actores) y las reseñas de los críticos con mayor renombre.
Recién después eligen la mejor opción, acorde a una dieta baja en lípidos hollywoodenses y rica en proteínas europeas y en minerales asiáticos.
Deja un comentario