Por Jorge Gómez
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El periodista Quique Pesoa cuenta que, en una entrevista radial, su colega Reynaldo Sietecase le dijo que en la Radio del Plata de Marcelo Tinelli se trabajaba con absoluta libertad.
«No me provoques –respondió Pesoa– criticá algún negocio de Tinelli, a ver cuanto durás al aire«.
Pesoa ponía allí el límite del que nadie habla. Las entidades privadas dueñas de los medios masivos de comunicación pueden dar libertad de opinión, o incluso tolerar distintas líneas editoriales dentro de un mismo grupo (Clarín y Página/12, por ejemplo) pero no permiten que sus periodistas contratados las investiguen, cuestionen o ataquen.
Así podemos explicarnos el silencio de las empresas del Grupo Clarín sobre las denuncias por apropiación de menores en la dictadura que comprometen a su dueña Ernestina Noble; los problemas que Jorge Lanata tuvo con Eduardo Eurnekian por haberlo cuestionado en tanto propietario de Aeropuertos 2000; la protección de la que gozaban los programas de Tinelli en «su» Del Plata, o la salida del mencionado Pesoa de la Radio de las Madres después de que criticara declaraciones de Hebe de Bonafini.
En este marco -es mi opinión- se produce el despido de Nelson Castro de Radio del Plata. El periodista puso al aire un informe sobre la AGN que involucró en casos de corrupción a los nuevos dueños de la emisora, y éstos le rescindieron el contrato luego de abonarle la indemnización correspondiente.
El escándalo que armaron los grandes grupos mediáticos del país presentando la salida de Castro como un hecho de censura gubernamental nos parece, humildemente, un error producto de una oposición enceguecida o, en el peor de los casos, una maniobra política.
En cualquier caso, la práctica de los propietarios de los medios de comunicación de acallar las voces que los cuestionan o los denuncian no debe ser tolerada. Es posible que la lógica del libre mercado admita que una empresa dueña de un diario y una pastera (ejemplo Papel Prensa y Clarín-Nación) impida a su propios periodistas hablar de contaminación, pero esta directiva debería ser explícita, transparente.
Sin embargo, los periodistas eligen la oscuridad. Prefieren no ventilar estos asuntos frente al público, negar presiones por parte de sus patrones, y en cambio se presentan como cruzados de la verdad a los que nadie puede doblegar. Y cuando alguien intenta amordazarlos, la amenaza siempre viene del Gobierno.
Para matizar esta reflexión, podemos suponer que el silencio de la gente de prensa sobre la imposibilidad de criticar a sus empleadores guarda relación con un silencio más amplio: porque tampoco conocemos a los verdaderos dueños de las empresas de comunicación, ni las conexiones entre ellos, ni la relación entre anunciantes, periodistas, gobiernos, corporaciones, ni nada de lo que nadie habla aunque igual termine condicionando el mensaje que nos transmite el medio.
Avanzando, es posible que el secreto y la falta de transparencia les convenga a los productores de la información pública pero, definitivamente, no a la sociedad.