Este post fue escrito bajo el mismo rapto impulsivo que a veces nos lleva a redactar textos menos analíticos y más viscerales como éste, éste o aquél que Adivinador del Pasado publicó meses atrás. Hecha la advertencia, por favor sepan disculpar las desprolijidades que puedan encontrar a continuación.
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¿Más sola que la una? ¿Que un hongo? ¿Que un ombú en medio de la pampa? ¿Que Adán el Día de la Madre? ¿Que Judas el Día del Amigo? No doy con la comparación que consiga definir el desamparo -a veces relativo, a veces total- que siento como miembro de una clase media (burguesía) a la cual pertenezco pero con la cual no me identifico.
O me identifico hasta cierto punto, sobre todo por compartir experiencias y una trayectoria que resumo en los siguientes dos párrafos.
Nací en el seno de una familia fundada por inmigrantes que llegaron a la Argentina con una mano atrás y otra adelante. En parte porque trabajaron mucho y en parte porque sus orígenes europeos los hacían dignos de alguna oportunidad, mis abuelos supieron forjarse un lugar en nuestra sociedad.
Ya no europeos pero sí blanquitos, sus descendientes también somos dignos de oportunidades. Por eso tenemos algo más que una mano atrás y otra adelante: al menos cuatro comidas diarias, un hogar confortable (en la mayoría de los casos, de nuestra propiedad), acceso a una formación académica de mínimo dos, máximo cuatro niveles; acceso al servicio de salud primero público, ahora privado; empleos estables que nos permiten un estándar de vida aceptable (privilegiado según con quien comparemos); la posibilidad de darnos ciertos gustos (vacaciones, viajes, idas al cine/teatro/recitales, almuerzos/cenas en un lindo restaurant, compra de ropa/objetos varios/libros/revistas/DVD, algún auto/moto/bicicleta en nuestro patrimonio personal).
Estas coincidencias históricas y coyunturales que me unen a compañeros de estudio/oficina, amigos, familiares, parejas (es decir a quienes conforman mi entorno público y privado) sostienen nuestra relación en lo cotidiano y en lo afectivo. En cambio, no alcanzan para asegurar mi adhesión a un pensamiento que considero unívoco y uniformado.
Por alguna razón ligada a cuestiones de genética, personalidad o educación, no puedo ni quiero suscribir a ciertas posturas, conductas, creencias que mi red social comparte cual verdades absolutas on y offline. A diferencia de quienes me rodean, tomo con pinza el legado ideológico de mis antepasados, primero porque en pleno siglo XXI lo siento descontextualizado, trasnochado; segundo porque contemplo la posibilidad de que se hayan equivocado.
Con el tiempo, me convenzo cada vez más de que el fenómeno peronista es la gran divisoria de aguas. La mayoría de mis seres queridos no puede (tampoco quiere) revisar -mucho menos relativizar- la visión apocalíptica que nos inculcaron nuestros mayores. Apenas se toca el tema, los invade un antiperonismo rabioso incompatible con la remota ocurrencia de leer/consultar material que pueda aportarles otros datos, otros análisis, otros puntos de vista y que eventualmente pueda ayudarlos a elaborar una percepción propia, fundamentada, documentada y crítica del movimiento y sus protagonistas.
El sentimiento antiperonista de mi entorno (y de nuestra burguesía vernácula en general) es más fuerte que el anticomunismo o el anti»zurdaje» como diría la Chiqui Legrand. Será que, por un lado, los argentinos nunca vivimos bajo un régimen comunista (no podemos hablar con verdadero conocimiento de causa) y, por otro lado, sí tenemos pruebas (familiares) de que los gobiernos justicialistas fueron un horror (para nuestras familias).
Curiosamente, mis compañeros de estudio/oficina, amigos, parientes, parejas no hablan tanto de la versión menemista que sí padecimos, sino de los padres de la desgracia (Perón y Evita) cuya época no vivimos. El desprecio/odio original recuperó especial protagonismo tras la aparición del matrimonio que tanto se les parece (o busca parecérseles).
Desde la renovación K, sobre todo CK, me resulta todavía más evidente que el fenómeno peronista es la gran divisoria de aguas. Cuando en alguna reunión empezamos hablando de Juan Domingo y terminamos hablando del lock out del campo o de la Ley de Medios, o al revés, cuando empezamos hablando del lock out del campo o de la Ley de Medios y terminamos hablando de Juan Domingo, el desacuerdo entre mis interlocutores y yo es total.
Ellos creen en «el campo» como si se tratara de una sola entidad víctima del vampirismo estatal, y yo creo en «el campo» como representación oportunista de la nefasta Sociedad Rural. Ellos creen en la ética de Clarín y La Nación, y yo ni siquiera creo en la independencia periodística que Clarín y La Nación tanto defienden. Ellos ponen a Perón a la altura de Hitler, Mussolini, Franco, y yo me pregunto qué queda para Justo, Onganía, Videla, Viola, Galtieri, Bignone.
Para ellos lo peor que le pasó a la Argentina fue la estatización en manos del demagógico tirano, y para mí lo peor que le pasó a la Argentina fue la conducta golpista de una dirigencia política y económica funcional al capital extranjero y de una sociedad cómplice en general (ni hablar del oscuro método de desaparición de personas). Para ellos el actual Gobierno es fascista, y para mí fascitas son quienes reclaman «que se vayan todos», en especial la Presidente, y quienes añoran la mano dura de 1976-1983.
Aún cuando -que conste- no soy peronista ni kirchnerista, en estas reuniones me siento en la vereda de enfrente, sapo de otro pozo, una oveja descarriada, un perro en cancha de bochas. Más metáforas y, sin embargo, ninguna me convence cuando pretendo definir la soledad (en ocasiones total, en ocasiones relativa) que confirma mi condición de desclasada social.
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