¿Qué pasaría si el Gobierno reconociera que el país atraviesa una crisis energética? Probablemente a esta altura la confesión resultaría contraproducente después de tanto empeño en negar una situación evidente a todas luces (valga la metáfora). Reformulo entonces la pregunta: ¿qué habría pasado si tres años atrás nuestra dirigencia hubiera comunicado las implicancias de un servicio eléctrico improvisado y deficiente?
Insisto con este ejercicio especulativo yendo más atrás en el tiempo y refiriéndome a otros temas… ¿Cómo habríamos reaccionado si meses antes de aquel nefasto 21 de diciembre de 2001 Fernando de la Rúa hubiera hablado claro sobre la inminente caída de la convertibilidad, sobre la falta de liquidez que corroía los cimientos de una economía debilitada, prácticamente ficticia?
¿Qué habría ocurrido si Raúl Alfonsín se hubiera confesado víctima de las presiones militares encarnadas en el movimiento carapintada, si a mediados de los ochenta -y no ahora– hubiera denunciado a los sectores e intereses empecinados en impedir el desarrollo de la recién estrenada democracia?
¿Qué habríamos hecho si en febrero de 1976 el Congreso de la Nación hubiera decidido hacerle juicio político a la entonces Presidente María Estela Martínez de Perón? ¿O si años antes su antecesor Héctor José Cámpora se hubiera animado a revelar su condición involuntaria de marioneta del Poder?
Es cierto: los gobernantes de ningún país son absolutamente sinceros con la ciudadanía. En general, los discursos oficiales suelen dibujar una realidad desconectada de nuestra cotidianeidad. Sin embargo, en la Argentina este fenómeno se da de una manera especialmente flagrante, casi grotesca.
Volviendo al tema energético… Cuando a principios del nuevo milenio Brasil enfrentó una seria crisis de abastecimiento, el gobierno de Henrique Cardoso informó a la población sobre la necesidad de ahorrar electricidad. A partir de ese esfuerzo de concientización, y tras la aplicación de un programa de racionamiento, el país vecino no sólo superó la situación de déficit sino que se convirtió en una de las naciones latinoamericanas con mayor equilibrio en el eterno juego entre oferta y demanda.
En contraste con el ejemplo mencionado, nuestro Gobierno actual sigue aferrándose a la idiosincrasia paternalista que heredó de sus antecesores. Paternalismo sui generis si los hay: por un lado aparece para protegernos de ciertas «verdades indigestas»; por el otro brilla por su ausencia cuando debería defender -al menos preocuparse por- nuestra integridad.
Cuando me invade el escepticismo (por no hablar de pesimismo), pienso en las especulaciones antes formuladas y me cuesta creer que la sinceridad de nuestros mandatarios pueda cambiar el rumbo de la historia. Me pregunto si como buenos hijos de esta idiosincrasia paternalista sabríamos entablar una relación madura con nuestros gobernantes, responder eficazmente ante situaciones de emergencia, eventualmente sacrificar ciertas costumbres personales «en aras de la Nación».
En momentos optimistas, creo en la posibilidad de que dirigentes y electores, todos ciudadanos comprometidos, aprendamos a lidiar con verdades incómodas y a emprender cambios buscados, consensuados, programados, bien aplicados. Tal vez se trate de una postura ingenua, pero al menos ayuda a fantasear con un posible final para nuestro paternalismo a la argentina.