Internet viene anunciándolo hace días: Cien años de soledad cumple cuatro décadas. Si bien la fecha clave y oficial es el 30 de mayo, la celebración se adelantará unos meses para hacerla coincidir con el IV Congreso Internacional de la Lengua Española que oportunamente tendrá lugar en Cartagena de Indias, Colombia. A esta altura, los medios ya se refirieron a la edición especial con prólogo de Mario Vargas Llosa y a un triple festejo. Probablemente las sorpresas continúen revelándose con el correr de las semanas; mientras tanto el recordado libro sigue dando que hablar.
Por lo pronto, el título disparador del llamado «boom latinoamericano» suele dividir aguas. Por un lado, existen los acérrimos detractores que se complacen en repetir «lo aburrida» y «exagerada» que les resultó la novela. Por el otro, estamos quienes la defendemos con un fanatismo a prueba de balas.
Aprovechando la ocasión, por favor permítanme recordar la novedad que significó Cien años… a título personal. De hecho, no sólo se trató de mi primera aproximación a Gabriel García Márquez. Este retrato exuberante, desopilante, original también me introdujo en un mundo desconocido, en ese entonces ajeno a mi limitada cotidianeidad adolescente.
Desde aquella lectura inicial, los nombres «Aureliano Buendía» y «Macondo» me acompañaron siempre. Con el tiempo, adquirí la costumbre de asociarlos a ciertos personajes y paisajes argentinos y latinoamericanos. Además, como tantos otros lectores, adopté la expresión «realismo mágico» que repetí cual latiguillo durante un buen tiempo.
Para mí, Cien años de soledad es el referente de una época. Pienso menos en el 1967 señalado por las efemérides literarias que en la mitad de los ’80, década en la que me enamoré del gran Gabo. De ahí este pequeño homenaje.
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