Ésta no es una reseña sobre Match point, al menos no en un sentido convencional. Ésta es, en realidad, una reacción tardía (y hace tiempo atragantada) a la feroz crítica que Javier Porta Fouz escribiera en la revista El Amante a mediados de marzo pasado.
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Probablemente la última película de Woody Allen no haya sido la mejor de su obra. Probablemente muchos le hayan reprochado cierta similitud con Crímenes y pecados, largometraje filmado en 1989 y ambientado en la high society norteamericana. Probablemente otros hayan añorado el humor y la impronta jazzística del director neoyorkino.
Hasta ahí no hay objeciones… Pero eso de hablar de «cine choronga” (no termino de entender el concepto), de «compendio de idiotez», de «producto chupamedias» y de «torpeza insólita» no es sólo un paso en falso -entiéndase errado, arbitrario, caprichoso, injusto- sino también agraviante, y por lo tanto absolutamente reprochable.
En su artículo, Porta Fouz le pone un 1 a Match point. Entre otras cosas, el puntaje sanciona la «cruza shakesperiana-dostoievskiana» y «una de las peores musicalizaciones de todos los tiempos». Al parecer, Allen cometió una herejía imperdonable cuando se le ocurrió relacionar cine, ópera y literatura.
Y como no podía ser de otra manera, quienes no estemos de acuerdo con el eximio crítico y docente, es decir, quienes nos atrevamos a valorar tan forzada combinación, también seremos castigados. De hecho, inmediatamente seremos confinados a la categoría de «espectador más interesado en comprobarse inteligente que en ver una película inteligente».
¿Será entonces que el último trabajo de Woody sólo vale para quien lo mire desde el llano del amateurismo y/o desde una actitud necia, solemne, y (auto)complaciente? De ser así, déjenme sumarme a la lista y -en contra del diagnóstico experto- simplemente definir a Match point como una muy interesante fábula sobre la suerte, el destino y la ética.
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