The act of killing, de Joshua Oppenheimer

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Especial. Cobertura DerHumALC 2013
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Quien alguna vez se preguntó qué pasa por la cabeza de un torturador, cómo convive con el recuerdo de la gente que martirizó y asesinó, de qué manera entiende su participación en un plan sistemático de exterminio encontrará en The act of killing la oportunidad de conocer algunas respuestas en boca de varios criminales de masa que gozan de la impunidad necesaria para expresarse con absoluta libertad. En este caso, los testimonios emanan de miembros de la fuerza paramilitar que a mediados de los años ’60 mató cerca de un millón de «comunistas» en Indonesia.

Antes de seguir, cabe aclarar que el director Joshua Oppenheimer es hijo de una de las víctimas de aquel genocidio cuyos ideólogos y autores materiales no sólo nunca fueron enjuiciados sino que siguen siendo funcionales al poder de turno. Para establecer contacto con el sicario Anwar Congo y sus secuaces, y para conseguir que declaren con total comodidad, el cineasta les propuso -sin revelar su historia personal- la realización de un proyecto cinematográfico destinado a rendirles homenaje por los servicios prestados. Dicho de otro modo, El acto de matar registra los entretelones del rodaje correspondiente, el intercambio de opiniones en torno a lo que debe mostrarse (y cómo debe mostrarse), a lo que realmente sucedió, y a los diferentes modos de lidiar con los fantasmas del pasado.

Las circunstancias de estos testimonios se oponen diametralmente al contexto del juicio histórico que enmarcó las declaraciones del nazi Adolf Eichmann, y sin embargo las observaciones de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal se revelan tan pertinentes como medio siglo atrás. Dicho de otro modo, la conducta de estos personajes derriba las hipótesis en torno a la perversión como obra de una fuerza suprahumana (diabólica o monstruosa según el caso) y en cambio confirma la terrible constatación de que el acto de matar en serie es exclusivo de nuestra especie, e incluso es ejecutado por individuos de apariencia normal, a veces vecinos, esposos, padres, abuelos ejemplares.

La invitación a explicar y eventualmente recrear las sesiones de tortura conforma uno de los aspectos más espeluznantes -quizás polémicos para algunos espectadores- de la propuesta que Oppenheimer les hace a los ex paramilitares. Impresionan, por un lado, la frialdad de las exposiciones y, por otro lado, la predisposición a encarnar a las víctimas, es decir, la aparente necesidad de ponerse en su lugar, de sentir el horror en carne propia.

Entre un subalterno que rememora con fruición la violación de niñas de catorce años y un colega/compadre libre de todo remordimiento, Congo les escapa a las categorías estancas y transita un camino de introspección que lo traslada de cierta postura cínica inicial a la imperiosa necesidad de reconocer las facturas que le pasa un pasado difícil de digerir: desde pesadillas y arranques de angustia existencial hasta descomposturas gastrointestinales similares a las que a veces provocan algunas prácticas exorcistas.

En un segundo plano, conmueven ciertas anécdotas de la suerte de backstage que Oppenheimer filma con una sangre fría admirable. Entre ellas, el comentario indignado -en boca del mismo Congo- sobre la «moda de los derechos humanos» en general y los «juicios en la Argentina contra los jefes de la dictadura militar» en particular;  la constante mención de películas y actores norteamericanos como fuente de inspiración a la hora de ejercer violencia; las declaraciones de dos hombres de prensa (un editor que admite su participación en sesiones de tortura y su poder de decisión sobre la vida y muerte de los detenidos y un periodista que asegura haberse enterado recién ahora de lo ocurrido en tiempos de represión ilegal); la promoción televisiva del supuesto homenaje cinematográfico a cargo de una conductora del estilo de Susana Giménez; la arrogancia de uno de los altos mandos paramilitares cuando sostiene que está dispuesto a presentarse ante la Corte Penal Internacional en La Haya pues de esta manera obtendrá algo de fama.

The act of killing compite en la sección oficial de largometrajes del 15º DerHumALC tras haberse presentado meses atrás en la última edición del BAFICI. Ojalá existiera una tercera oportunidad de exhibición para que más compatriotas pudieran saber qué pasa por la cabeza de un torturador, cómo convive con el recuerdo de la gente que martirizó y asesinó, y de qué manera (por momentos demencial, por momentos con una lucidez aterradora) entiende su participación en un plan sistemático de exterminio.


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