Pretencioso es el adjetivo que mejor define a Todas las vidas, mi vida, film que refleja las virtudes (¿el genio?) de Charlie Kaufman y también sus defectos o desaciertos. En este sentido, el protagonista de la película que la cartelera porteña estrenó el jueves pasado parece el alter ego del guionista -y ahora director- neoyorkino. De hecho, ambos son víctimas de su obsesión por ofrecer una obra, más que completa o revolucionaria, absoluta; de ahí que la invitación a reflexionar sobre la relación entre amor y muerte, ficción y realidad, arte y vida, el individuo y su entorno desemboque en una interminable maraña intelectual cuyo único freno es el imperativo «die» («morite» en castellano).
Kaufman incluye la palabra «sinécdoque» en el título de su trabajo quizás porque Caden Cotard es su otro yo (especie de apéndice cinematográfico) y, muy probablemente, porque este personaje representa x cantidad de seres humanos angustiados por la idea de su finitud, y empecinados en que su efímera existencia deje alguna huella trascendental. La mención de la figura retórica que permite nombrar «la parte por el todo» se justifica desde esta perspectiva, pero termina resultando contradictoria en un largometraje donde nada o muy poco queda librado a la interpretación del espectador.
En Todas las vidas, mi vida (dicho sea de paso, la traducción del título retoma la proporción parte/todo) reencontramos la magnífica capacidad de deconstrucción narrativa con la que Kaufman se lució cuando escribió Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich? También con su sentido del humor irónico, por momentos negro, y con un elenco -en este caso multiestelar- dispuesto a seguirle el juego.
El guionista y director se burla del psicoanálisis (a partir del personaje que interpreta Hope Davis, curiosamente paciente del Dr. Weston en la segunda temporada de In treatment), y sin embargo su película parece una gran sesión de terapia que dura décadas en la ficción (el maquillaje de Philip Seymour Hoffman no tienen nada que envidiarle al de Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button) y dos horas (124 minutos, para ser exactos) en las salas.
Discurso constantemente autorreferencial, estética onírica, parlamentos del estilo «a medida que vas conociéndolas, todas las personas te decepcionan», delirios varios (entre ellos, de hipocondría) y réplicas de dos o tres «yo» son algunos de los elementos freudianos explotados hasta el hartazgo.
Ni el homenaje dedicado al teatro y al movimiento cultural neoyorkino, ni la participación de actores tan reconocidos como Dianne Wiest, Samantha Morton, Emily Watson, Catherine Keener, Michelle Williams, Jennifer Jason Leigh y el mencionado Seymour Hoffman consiguen que Todas las vidas, mi vida despegue con altura. Sin dudas, éste no es el mejor trabajo de Kaufman.
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