El niño con el pijama a rayas es el ejemplo más cuestionable de la mirada novelada (por no decir edulcorada) que, hace algún tiempo, la industria cinematográfica europea le dedica al horror nazi. Esta otra adaptación de una obra literaria, best-seller para más detalle, no sólo vuelve a caricaturizar el pasado sino que lo convierte en una fábula donde el villano recibe su merecido, el peor de los castigos divinos.
La película de Mark Herman comparte con títulos como El lector, Operación Valquiria y Cuatro minutos el afán por probar que no todos los alemanes fueron (son) malos. Desde esta perspectiva, el Holocausto adquiere un status similar al zafarrancho perpetrado por uno o varios psicópatas made in Hollywood.
En contra de las ponencias que señalan el gran poder de convocatoria que el proyecto hitleriano tuvo entre la ciudadanía germana, estas producciones insisten en demonizar a uno o dos personajes (en este caso, al padre del protagonista y al chofer) y en liberar de culpa y cargo a los representantes de la sociedad civil (en este caso, a la madre del protagonista y al ama de llaves).
Pero esta simplificación no es el desacierto más grave de El niño con el pijama a rayas… Tampoco lo es la recreación light (¿apta para todo público?) de un campo de concentración donde un chico confinado puede charlar y jugar, alambres electrificados mediante, con el hijo de un jerarca.
El desatino mayor es la moraleja que se desprende de este ejercicio ficcional, y que podría sintetizarse de la siguiente manera: «los nazis habrían entendido la barbarie que cometieron si la hubieran sufrido en carne propia».
Por lo pronto, cuesta ignorar la contracara oculta de tamaña especulación: sugerir que «para entender la barbarie que cometieron, los nazis deberían sufrirla en carne propia». Aquí estamos ante la reedición solapada del refrán «quien a hierro mata; a hierro muere» y, por lo tanto, ante la idea de un castigo merecido, aún cuando paguen justos por pecadores.
El mensaje subliminal admite la generalización de que «sólo imaginándonos en el lugar de las víctimas, podemos entender la barbarie cometida». Como si la aberración de los crímenes genocidas se revelara únicamente en el plano subjetivo, epidérmico, cuando nos identificamos con el personaje victimizado.
Con la excusa de narrar desde las impresiones de un chico de 8 años, El niño con el pijama a rayas convierte al nazismo en un monstruo más cercano a la maldad hollywoodense que a un pasado complejo, aberración exclusiva de nuestra condición humana. Así, el film de Herman aprovecha su simulacro de inocencia para simplificar, tergiversar, confundir y manipular.
Por todo esto, los espectadores nos encontramos ante el ejemplo más flagrante de la mirada maniquea, reduccionista y edulcorada que, hace algún tiempo, la industria cinematográfica europea le dedica al horror nazi.
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