Quienes todavía no vieron La mujer sin cabeza harán bien en creerles a quienes sostienen que la de Lucrecia Martel es una de las mejores películas que el cine nacional estrenó en 2008. Si además consideran que La niña santa significó un pequeño traspié en la carrera de la realizadora salteña (si no un traspié, una obra menos redonda que La ciénaga), entonces ésta es la oportunidad para reencontrarse con la precisión de un «bisturí cinematográfico» atípico en nuestro país.
Martel vuelve a pintar una aldea y, de esta manera, un mundo. Su proceder es casi antropológico; ninguna anécdota la distrae de su trabajo de campo, de una observación constante que trasciende el hecho puntual, el primer plano o plano detalle que la cámara simula privilegiar.
De alguna manera, la guionista y directora nos invita a mirar más allá. Por lo pronto, más allá del accidente automovilístico que compromete a una odolontóloga llena de dudas, miedos y culpa, y más allá de una cabeza cuyo protagonismo pasa por su cabellera (centro de comentarios, elogios y cambios) y por sus ausencias (lagunas mentales e intermitencias de conciencia).
La aldea es la pequeña vida de Verónica y su entorno; el mundo es la burguesía argentina (provinciana si nos circunscribimos al contexto salteño). El fresco pretende revelar el comportamiento de una clase acostumbrada a ser servida, a eludir responsabilidades y a borrar las marcas que pudieran desmentir su condición de «gente bien», de conducta irreprochable.
La mujer sin cabeza comparte con sus dos antecesoras -con La ciénaga sobre todo- la recreación de un clima psico/sociológico signado por la indiferencia, la abulia, el estancamiento. La familia de Verónica se parece a la de Mecha; incluso la tía Lala interpretada por la fallecida María Vaner podría verse como una reedición, con más años y achaques, de la señorona alcohólica que Graciela Borges encarnó hace ya ocho años.
María Onetto se luce en la piel de la odolontóloga accidentada en más de un sentido. Aún detrás de una máscara en principio inexpresiva, la actriz se las ingenia para transmitir el shock, la angustia, el remordimiento, la obsesión que carcomen la mente de su personaje.
A la altura de las circunstancias, César Bordón, Claudia Cantero, Inés Efrón, Daniel Genourd y la mencionada Vaner conforman a la perfección el círculo familiar y social que gira al ritmo del silencio, la complicidad y el olvido.
Apenas estrenada la película, algunos análisis sugirieron la posibilidad de que La mujer… fuera una alegoría sobre la conducta de nuestra clase acomodada frente al terrorismo de Estado ejercido por la última dictadura militar. El paralelismo suena atinado cuando repasamos la actitud de Verónica (es decir, la decisión de eludir, silenciar, olvidar lo sucedido ) y la de su entorno (es decir, la intención de disculparlo, negarlo, ocultarlo, lavarlo, borrarlo).
Dicho esto, la fábula de Martel es irreductible a nuestro pasado reciente. Al contrario, el largometraje se destaca como retrato de un presente que a muchos compatriotas, aún hoy, les cuesta tanto reconocer.
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