Sospecho que mi aprehensión por las películas de terror se origina en un trauma de la infancia. Es curioso, porque el terror literario nunca me afectó (al contrario, aún hoy recuerdo la fascinación que me provocaron el «hors-là» de Guy de Maupassant y aquel osteópata come-huesos imaginado por Ray Bradbury), pero mis primeras incursiones cinematográficas en el mismo terreno fueron tan nefastas como describo a continuación.
El cumpleaños de Rosita
Rosita, compañera de colegio, cumple diez años y nos invita a su fiestita. Fiestita como debe ser, es decir, con sándwiches de miga, chizzitos, papas fritas, torta con velas, globos, guirnaldas, luces, música. Con la proyección de una película también.
El padre de Rosita aparece en escena con un proyector en mano. Lo ubica estratégicamente delante de una pared blanca y desnuda; coloca la filmina con cuidado; enciende el aparato; lo deja listo para usar. Alguien -la madre de Rosita quizás- apaga la música y casi todas las luces de la casa. En la penumbra los niños agasajados buscamos un lugar en el piso donde sentarnos y desde donde mirar. Empieza la función.
La función dura hora y media más o menos. Es una historia de aristócratas pálidos, ojerosos, dientudos (debería decir colmilludos) que corren detrás de señoritas pulposas, contorneadas. Una vez que las atrapan, las manosean, las chupan, las hincan, las liban, las desangran hasta convertirlas en criaturas tan bellas como antes pero con el apetito bestial de sus victimarios.
También están estos hombres empecinados en interrumpir el extraño ciclo reproductivo. Su misión consiste en sorprender a los ojerosos mientras duermen en sus pequeños habitáculos, y clavarles una estaca en pleno corazón. Cada vez que el martillo golpea, la sangre salta, mancha, se esparce; los cuerpos convulsionan; los corazones se perforan; los gritos estallan.
No recuerdo el título de la película; tampoco el nombre de los actores. Recuerdo, en cambio, la leyenda al final de los créditos -«prohibida para menores de dieciocho»- y las pesadillas que ciertas escenas provocaron en una mente de apenas diez.
Parecido al sundae
Hace poco me enteré de que The stuff -y no The thing como creí durante años- es el título original de esta película que vi a los 14 o 15 años. Sin dudas, la palabra correcta expresa mejor la cualidad pegajosa y asfixiante de la sustancia blanca cuyo modus operandi causó una aprehensión similar a la que después provocó el igualmente viscoso alien, recreado por Ridley Scott para beneplácito de la gran taquilla norteamericana.
Que quede claro. La critatura imaginada por Larry Cohen era mucho menos sofisticada que el ultra enemigo de Ellen Ripley/Sigourney Weaver. De hecho, se trataba de una especie de milk shake al parecer delicioso, o al menos adictivo, que las pobres víctimas engullían con fruición.
El problema era que, una vez alojado en el aparato digestivo, el yogur destrozaba las entrañas del consumidor para recuperar su libertad y volver a las andanzas. De haberse estrenado en la actualidad, probablemente algún crítico sesudo habría trazado un paralelismo entre La cosa y la bulimia.
Pero veinte años atrás nadie les prestaba demasiada atención a los desórdenes alimenticios. A lo sumo, los espectadores adolescentes temíamos que los sundaes o conitos que comprábamos en las casas de comida rápida se convirtieran en el agente de una muerte visceralmente sanguinaria.
Insisto. Sospecho que mi aprehensión por las películas de terror se origina en un trauma de la infancia. O, mejor dicho, en dos experiencias cinematográficas inapropiadas para una espectadora en pleno proceso de maduración.
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