Me entero esta mañana del fallecimiento de Ingmar Bergman, y me pregunto cómo habrá sido su cita con la muerte. ¿Qué habrá dicho La Parca cuando llegó a la isla sueca de Faro? ¿Se habrá referido a la personificación que el cineasta le dedicó en El séptimo sello? ¿Habrá prometido un reencuentro con el fotógrafo, colega y compatriota, Sven Nykvist? ¿Habrá revelado aunque fuera uno de los misterios que la filmografía del director pretendió desentrañar?
Hace escasos días, mencioné a Saraband como ejemplo de película capaz de mostrar las secuelas del desamor sin caer en la verborragia o en la redundancia. Supongo que ése fue uno de las mayores pruebas del talento de don Ingmar: podía darse el lujo de prescindir de las palabras para generar climas, transmitir emociones e invitar a la reflexión.
En este sentido Gritos y susurros es, a mi juicio, el trabajo más impresionante. Justamente por el protagonismo otorgado al silencio, a un murmurar permanente, inquietante, inentendible y sin embargo por demás elocuente.
Encandilados por figuras tantas veces homenajeadas como Orson Welles y John Ford, la nueva generación de cinéfilos y de críticos cinematográficos argentinos suele ignorar a Bergman. Los más insolentes (¿los más limitados?) se atreven a cuestionar o relativizar su indiscutible genialidad.
La muerte, en cambio, sabe bien a quién se lleva. De este lado de la vida, algunos amantes del Séptimo Arte, también.
Deja un comentario