¡Cuánto protesté porque en la escuela nos exigían memorizar las fábulas de Jean de La Fontaine! No sólo había que recordar palabra por palabra sino también recitar frente a la clase, sin dudar ni tartamudear, sin ir muy rápido ni muy lento, con la entonación y el ritmo adecuados. Aún hoy suelen asaltarme estrofas enteras de El cuervo y el zorro, El lobo y el cordero, La cigarra y la hormiga. Y como suele suceder, lo que antes me hacía renegar ahora me produce una nostalgia difícil de explicar.
En aquellos años de refunfuño, ignoraba que el poeta francés se había inspirado en las fábulas de Esopo. Tampoco había reparado en el trazo deliciosamente refinado de su pluma. Sí, en cambio, me llamaban la atención la elocuencia de los versos, la capacidad de evocar imágenes como la de ese cuervo que, rendido ante los elogios del zorro, deja caer el queso disputado.
«Maître Renard» no sólo se me aparecía como un maestro de la astucia, sino como el narrador idóneo para presentar anécdotas cuyas moralejas deslizaban cierta sorna respecto de la condición humana. Dicen los que saben que La Fontaine fue un niño mimado de la corte francesa, quizás porque sus letras maliciosas nunca enfrentaron directamente a ninguna monarquía.
Sin embargo, ningún lector más o menos memorioso olvidará ciertas enseñanzas políticamente urticantes, como la que asegura que «la razón del más fuerte es siempre la mejor». Verdades, todas, cuya vigencia se mantiene intacta, casi-casi como el recuerdo de las viejas fábulas que algunos maestros tanto se empecinaron en hacernos aprender.
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