Escondido

EscondidoDespués de ver Escondido, uno se cuestiona, piensa y re piensa, cree dar con la hipótesis acertada, y enseguida recuerda un detalle o una escena que tira por tierra la flamante teoría. Sin dudas, el largometraje inquieta, descoloca, perturba, pero atención: a no confundir desestabilización con vaguedad, incongruencia o contradicción. De hecho, las intenciones de Michael Haneke son claras, concisas e irrebatibles. Al espectador, por su parte, no le queda otra que entregarse, quebrarse y sucumbir.

En principio, uno se entrega al juego de distinguir las películas dentro de "la" película. Me refiero a la tarea de detectar y reconocer los momentos grabados por una camcorder oculta que parece vigilar la rutina del exitoso Georges Laurent y familia.

El quiebre irrumpe cuando nos damos cuenta de que el esfuerzo de diferenciación es inútil, ya que ambos niveles de registro -lo que vemos a través de la cámara de Haneke, y en los videos anónimos- remiten a lo mismo: la existencia de algo oscuro, secreto… escondido.

A partir de entonces sucumbimos ante la vertiginosidad de acontecimientos, recuerdos, pesadillas, reproches, remordimientos, confesiones y, en medio del caos, descubrimos los trapitos sucios de Laurent. Y a través de Laurent, los trapitos sucios de su clase social, una burguesía egoísta, insensible, paranoica, racista, acostumbrada a imponer sus deseos, intereses y privilegios. Y también los trapitos sucios de un país con prontuario colonialista, culpable de haber torturado y asesinado a miles de argelinos.

Haneke tiene el talento de provocar éstas y otras reflexiones con escasos, aunque muy importantes, elementos: un guión sólido, sin cabos sueltos; muy buenas actuaciones (la dupla Auteuil-Binoche funciona a la perfección); una iluminación elocuente; y un montaje astuto, responsable de administrar las dosis justas de intriga, angustia y violencia.

Para lograr su cometido, el realizador austríaco no necesita más, ni siquiera banda sonora. Después de todo para qué, si lo escondido siempre está ahí, en la superficie, agazapado. Basta con darle un empujoncito para que termine de aflorar y nos encuentre, nos persiga, nos acorrale y nos cobre las deudas pendientes.


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