Interpelación que no cede

Acatamiento masivo a la consigna del 3 de junio. Copyright: Clarín HD.
Acatamiento masivo a la consigna del 3 de junio. Copyright: Clarín HD.

Pocas veces los argentinos habremos visto o asistido a una movilización como la de ayer al Congreso. Por el tamaño, por la duración, por la diversidad de agrupaciones y proclamas, porque pareció responder a una convocatoria espontánea, en principio al «basta» de una periodista que otras colegas replicaron e hicieron masivo a través de las redes sociales.

Algunos ciudadanos recordamos la marcha posterior a la llamada «tragedia de Cromañón» y, más atrás en el tiempo, aquella manifestación bajo una llovizna persistente tras el atentado a la AMIA. En esas oportunidades, también primó la sensación de (re)encuentro nacional por encima de cualquier discrepancia partidaria y/o ideológica. Dicho esto, nobleza obliga: más que el amor entre compatriotas, nos unió cierta mezcla de estupor y espanto.

Ayer la combinación de sentimientos fue otra: saturación, hartazgo, indignación. Los vocablos «basta» (de femicidios) y «ni» (una menos) dan cuenta de la imperiosa necesidad de ponerle freno a un fenómeno de larga data que afecta a muchos y nos interpela a cada uno de nosotros.

Aunque en alguna medida deberíamos, la mayoría de los argentinos no nos sentimos responsables por el incendio en el boliche de Omar Chabán ni por la explosión de una bomba en la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina. Depositamos en otro (el Estado, el gobierno de turno, instituciones, funcionarios, empresarios) toda la culpa de lo ocurrido y la exigencia de control, investigación, sanción, reparación.

Si somos mínimamente conscientes y honestos, no podemos hacer lo mismo ante los distintos tipos de violencia ejercidos contra las mujeres. Sabemos -o al menos deberíamos preguntarnos- en qué medida contribuimos a la vigencia de una cultura patriarcal que socava vidas desde tiempos inmemoriables.

Si repasamos con lucidez nuestras costumbres, nuestros dichos, nuestras fantasías, seguro encontraremos algún indicio de machismo explícito o solapado. Pensemos en las madres que se cargan al hombro la mochila, el delantal y la campera de sus chicos mayorcitos cuando salen de la escuela para que caminen cómodos, pobrecitos. Cuando suben al subte, tren o colectivo, estas mismas progenitoras les ceden el único asiento libre a sus vástagos, sin siquiera devolverles la mochila, el delantal, la campera: no vaya a ser que se sientan incómodos… pobrecitos.

La marcha posterior al incendio en Cromañón y aquélla bajo la lluvia luego del atentado a la AMIA se convirtieron en noticia central al día siguiente (seguro se habrían convertido en trend topic si en ese entonces hubieran existido las redes sociales). El paso del tiempo fue erosionando el estupor y la indignación en gran parte de la ciudadanía; los familiares y amigos de las víctimas quedaron prácticamente solos cuando volvieron a salir a las calles.

Quizás esto sucedió porque la mayoría de los argentinos no nos sentimos responsables por ninguna de esas tragedias. De la violencia misógina, en cambio, nos sabemos -o al menos nos sospechamos- transmisores. Este destello de consciencia debería iluminar dos verdades irrefutables: una marcha no soluciona nada; la lucha contra una calamidad social de larga data exige un compromiso sostenido en el tiempo y que empieza por casa con nuestros hijos e hijas.

Aprendamos de nuestra historia reciente y saquemos fuerza de una interpelación que no cede. Evitemos que la lucha contra la violencia machista vuelva a ser asunto exclusivo de amigos y familiares de las víctimas.

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