En inglés («discuss») y en francés («discuter»), el verbo «discutir» supone un intercambio de opiniones antes que un intercambio de improperios. El idioma castellano también admite esta definición civilizada del desacuerdo y la discrepancia, pero muchos argentinos la desconocen, otros no terminan de entenderla, y la mayoría somos incapaces de aplicarla.
La observación es de por sí evidente, y se vuelve obvia cuando el tema de la discordia enciende pasiones y provoca fricciones/fracciones. La política y el fútbol son los ejemplos más representativos. La Historia nacional también.
Pregúntenle sino a Nicholas Shumway, historiador norteamericano que aprovechó una estadía en Buenos Aires para organizar una reunión con colegas argentinos suscriptos a distintas escuelas, vertientes, teorías. La experiencia fue de lo más pintoresca: federalistas y unitaristas, sarmientistas y mitristas, peronistas y anti-peronistas, oficialistas y revisionistas, todos vociferando exaltados e indignados, ajenos a la mirada atónita del incauto anfitrión.
Sin dudas, la blogósfera vernácula es una caja de resonancia de nuestra inconducta. En este espacio virtual, el fenómeno excede la cuestión temática y por lo tanto también afecta a distintos tipos de bitácora, incluso a aquéllas que no hablan de política, fútbol y/o Historia.
Tanto bloggers como visitantes confunden «discutir» con «pelear». De ahí que sus intervenciones coincidan con alguno de los siguientes comportamientos: o bien declaran su opinión pero olvidan desarrollarla porque prefieren agredir a quien se encuentra en las antípodas; o bien declaran su opinión pero se privan de fundamentarla por miedo a que la exposición sea interpretada como provocación; o bien se llaman a silencio y entonces el terreno fértil para un debate enriquecedor enseguida se convierte en yermo.
Nuestra dificultad para lidiar con el disenso es tal que hasta nos cuesta discutir sobre cine. Por un lado, profesionales de renombre y bloggers imitadores confunden el ejercicio de la crítica con la aplicación de alguna Ley divina que los habilita para enjuiciar, sentenciar, condenar (a veces perdonar) a cineastas y espectadores. Por otro lado, muchos visitantes circunstanciales actúan de igual manera, es decir, enjuiciando, sentenciando, condenando (rara vez perdonando) al autor del post. Entre unos y otros, no hay diálogo posible.
Porque somos pasionales. Porque somos inmaduros. Porque somos soberbios. Porque somos irrespetuosos. Porque nuestra formación cívica/democrática es precaria. Porque estamos acostumbrados al doble discurso, y entonces le tememos a la contundencia de las palabras. Porque hablamos/escribimos mal… Las hipótesis que pretenden explicar nuestra escasa tolerancia a la discusión son numerosas y variadas.
Ninguna anuncia un cambio de actitud a corto o mediano plazo. En cambio, todas parecen señalar una deformación congénita o adquirida según el caso, que supo acomodarse en la ambigüedad de un verbo con doble acepción.
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La ilustración del Patoruzú peleador forma parte de las patoruzadas publicadas por el sitio Patoruzú-Web.