Nula propiedad es la traducción acertada para Nue propriété, película belga cuya historia gira en torno a una casa que se disputan una mujer divorciada y sus hijos veinteañeros. Un poco al estilo de los hermanos Dardenne, el film escrito y dirigido por Joachim Lafosse mete el dedo en la gran llaga familiar de una manera ascética, casi desafectada, pero absolutamente convincente.
Es un placer reencontrarse con una Isabelle Huppert liberada del rol de mujer perversa que le adjudicaron en tantos largometrajes, por ejemplo Ma mère, La profesora de piano y La ceremonia. Aquí su Pascale oscila entre el papel de heroína (inmersa en un mundo de hombres compuesto por un ex marido, dos hijos, un vecino y amante) y el papel de víctima (especialmente del encono de uno de los hijos).
También es un placer reencontrarse con Jérémie Renier, rubio talentoso que promete mucho desde sus primeros trabajos cinematográficos, y descubrir a su hermano en la vida real (Yannick Renier). Entre ambos, recrean un lazo fraternal que en la ficción parece inspirado en el trágico episodio protagonizado por los bíblicos Caín y Abel.
Como suele suceder con las buenas películas, ésta también sugiere más de lo que muestra. De ahí, por ejemplo, la especial atención que la cámara le presta a la relación con la comida o, mejor dicho, a cierta compulsión con la que los hijos engullen, fagocitan, mastican. Ese mismo frenesí con el que Thierry provoca y maltrata a su madre.
En Propiedad privada, Lafosse aborda los distintos tipos de violencia doméstica, desde la más escondida, en principio ajena a la cuestión familiar (pienso en la rivalidad latente entre los belgas flamencos y valones) hasta la más manifiesta (pienso en la escena del empujón y los cristales rotos). Evidentemente, se trata de un fenómeno que ni el Derecho -ni mucho menos un título inmobiliario- puede(n) controlar.