Ratatouille

RatatouilleContrariamente a lo que pueda pensarse, Ratatouille no es una película apta para niños, al menos no para niños menores de 10 años. Es que la propuesta de Brad Bird habla de la antinomia entre la buena cocina y la comida chatarra, del conflicto que supone desobedecer los mandatos familiares/sociales, de la difícil tarea de enfrentar los prejuicios propios y ajenos, de la relación de amor-odio entre críticos y artistas. Sin dudas, se trata de un cocktail temático bastante explosivo -léase indigesto- para quienes sólo esperan asistir a las correrías de un divertido roedor animado.

En comparación con sus colegas Mickey, Jerry y Speedy González, Remy es el más parecido a una rata de verdad. De hecho, las escenas que lo muestran con sus pares, ya sea huyendo entre los matorrales o adueñándose de una gran heladera industrial, provocan escalofríos antes que un sentimiento de empatía (¿será que quien escribe estas líneas es mujer?).

El trabajo de Bird posee entonces un doble mérito. Por un lado, recrea a la perfección la fisionomía y el comportamiento característicos de estos animalejos. Y por el otro, emplea los recursos necesarios para que, por encima de la notable similitud, se destaquen los trazos encargados de transmitir simpatía, ternura, incluso admiración.  

Probablemente la palabra «rigurosidad» sea la que mejor define a este film. De hecho, así como el diseño de Remy y compañía prueba que los dibujantes estudiaron la anatomía y el comportamiento de las ratas, la cuidada reconstrucción de lo que sucede en la cocina de un restaurant francés sugiere lo que confirman los créditos finales: que los guionistas e ilustradores contaron con el asesoramiento de chefs experimentados.

Además de ser un producto extremadamente cuidado desde el punto de vista técnico, Ratatouille también posee virtudes en el plano narrativo. La principal: se trata de una historia original (¿existen antecedentes de algún otro ratoncito gourmet?), contada de manera original (pocas veces se habrá visto a un humano manejado por un roedor como si se tratara de un títere, mucho menos un homenaje animado al mismísimo Marcel Proust).

Por otra parte, el guión escrito por Bird, Jim Capobianco y Jan Pinkava también posee un mérito doble. Primero, sabe agitar el mencionado cocktail temático con gracia y pertinencia, sin dejar cabos sueltos. Segundo, evita las moralinas baratas (por supuesto las aventuras de Remy desembocan en varias moralejas pero en este caso, a diferencia de otros, no suenan a adoctrinamiento).  

Por razones ajenas a mi voluntad no pude ver la película en versión original; así que me perdí la oportunidad de escuchar las voces de Peter O’Toole, Janeane Garofalo, Brad Garrett y Ian Holm entre otros actores conocidos.

Supongo que por una cuestión de costumbre, al principio me costó ver un dibujo made in Hollywood cuyos personajes hablan porteño con acento francés. Sin embargo, pasaron los minutos y me resultó grato reconocerlos a Mex Urtizberea, a Roberto Carnaghi, a Carla Petersen y a Marcos Mundstock detrás de Linguini, Anton Ego, Colette y Gusteau respectivamente.

Antes de terminar esta reseña, dos menciones especiales:
1.- El corto previo al largometraje es sencillamente genial. Esta otra obra de Pixar sí es una propuesta apta para todas las edades.
2.- Me gustó mucho el monólogo final del crítico culinario Anton Ego, tanto que me permití traducirlo a continuación…

El critico gastronómico Anton Ego«El trabajo del crítico es sencillo en más de un sentido. Arriesgamos muy poco, y sin embargo usufructuamos de una posición situada por encima de quienes someten su trabajo y su persona a nuestro juicio. Prosperamos gracias a nuestras críticas negativas, que resultan divertidas cuando se las escribe y cuando se las lee.

Pero la cruda verdad que los críticos debemos enfrentar es que -en términos generales- la producción de basura promedio es más valiosa que lo que nuestros artículos pretenden señalar. Sin embargo, a veces el crítico realmente arriesga algo, y eso sucede en nombre y en defensa de algo nuevo.

Anoche experimenté algo nuevo, una comida extraordinaria hecha por alguien único e inesperado. Decir que ese plato y su cocinero pusieron a prueba mis preconceptos equivaldría a incurrir en una subestimación grosera, cuando lo cierto es que ambos lograron conmover lo más profundo de mi ser.

Antes de este suceso, nunca escondí mi desdén por el lema del Chef Gusteau: «cualquiera puede cocinar». Pero -me doy cuenta- recién ahora comprendo sus palabras. No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista sí puede provenir de cualquier lugar».