«La verdadera patria del hombre es la infancia», escribió el poeta austríaco Rainer Maria Rilke. Será por eso que Las pequeñas memorias de José Saramago invitan a un viaje no sólo en el tiempo, sino en el espacio, a una geografía asociada al reino de la niñez, en este caso contorneada por el pueblito de Azinhaga, la calle de los Cavaleiros, el cine Piojo, entre otros rincones aferrados al pasado, al alma y al corazón del autor.
Leer el último libro del escritor portugués es un placer. Por un lado, encontramos en estas páginas un refugio que nos rescata y protege de la vorágine y la voracidad cotidianas. De hecho, aquí uno saborea las palabras, las anécdotas, los recuerdos; uno se encariña con los personajes (con algunos, en realidad); uno cree percibir olores, distinguir colores; vislumbrar gestos de otras épocas.
Por otro lado, nos zambullimos en una prosa rica en imágenes, en reflexiones, en sensaciones. Una vez más, debemos agradecerle a Pilar del Río por una traducción que sospechamos preciosamente fiel al texto original.
Quizás lo más conmovedor de Las pequeñas memorias sea el respeto con el que Saramago evoca sus recuerdos. Porque, que quede claro, el narrador de estas memorias es el hombre mayor que todo conocemos, no el niño. Él es el mediador entre nosotros, curiosos lectores, y aquel pequeño/adolescente nacido hace casi 85 años. Él es el guía de este recorrido melancólico.
Por si la transcripción de las anécdotas no alcanzara, al final del libro nos topamos con una joya, el broche de oro: una serie de fotos familiares con epígrafes manuscritos que -además de presentarnos a padres y abuelos, personajes importantes en esta particular autobiografía- nos regala distintos retratos del joven Saramago, habitante exclusivo de una niñez ahora convertida en imperdible patria literaria.