7 años

7 años7 años es una de esas películas que, apenas terminadas, nos dejan una sensación inclasificable (por momentos parecida a la indiferencia; por momentos a la disconformidad), y que con el correr de los días nos asedian con el propósito de demostrar su valor cinematográfico. Créase o no, logran su cometido, como si simplemente fuera cuestión de esperar un tiempo para poder digerirlas y por fin saber apreciarlas.

Sin dudas, el efecto provocado por el film escrito y dirigido por Jean-Pascal Hattu depende en gran medida del estado de ánimo del espectador. Es que no todos los días uno está dispuesto a presenciar la conformación de un triángulo amoroso con un pronunciado costado patológico.

Contrariamente a lo que prometieron algunos resúmenes del largometraje, ésta no es la historia de una infidelidad espontánea, apasionada e irrefrenable. En cambio, sí es la crónica de un amor contaminado y contaminante que exige más de un sacrificio para salvarse. De ahí que podamos encontrar ciertos puntos en común con la impresionante y «dogmática» Contra viento y marea.

Como en la propuesta del danés Lars Von Trier, la patología no se origina tanto en los personajes sino en sus circunstancias, en este caso, en el seno de una prisión. De hecho, la condena a reclusión que cumple Vincent es el origen de todos los males: la impotencia (en más de un sentido) que afecta al preso, el sentimiento de abandono que se apodera de su esposa Maïté y la implacable soledad que padece el guardia Jean.

Quizás lo más interesante de 7 años sea la hipótesis de que el encierro, la opresión, la pérdida de la libertad no son exclusivos de las cárceles, y que la relación de poder entre reclusos y vigiladores no es tan llana y unidireccional como en principio parece. Por otra parte, la película vale por las actuaciones de Bruno Todeschini (algunos recordarán su rol protagónico en Una pareja perfecta), Valérie Donzelli y Cyril Troley.

En síntesis, el trabajo de Hattu merece una recomendación con reparos. Antes de verla hay que desprenderse de cualquier noción romántica del amor, y de prejuicios que pudieran opacar el desarrollo de un relato que -precisamente- se caracteriza por no levantar ningún dedito acusador.

Tampoco es cuestión de sujetarse a la primera impresión. Al contrario, conviene dejar pasar algunos días para poder digerir y por fin apreciar.