«Algo huele a podrido en Dinamarca», dijo el tantas veces citado Hamlet en referencia a la corrupción instalada en el Castillo de Elsinore. Sacada de contexto, la frase shakespeariana bien puede aplicarse a nuestra Reina del Plata, esta vez no en un sentido metafórico sino estrictamente literal. Delicias del verano, las altas temperaturas liberan olores que el invierno suele esconder o disimular. ¡Pero atención! A no echarle la culpa al cambio de estación, sino a ciertas costumbres porteñas, verdaderas responsables del fatídico hedor.
Así es nomás, la realidad es matemática. Basta con sumar, y las distintas ecuaciones resultan inobjetables.
Primera ecuación
Caca de mascotas en la vía pública + basura arrojada y acumulada en los desagües y alcantarillas + bolsas con residuos sacadas a destiempo + proliferación de puestos de comida sin la habilitación correspondiente + espacios verdes convertidos en baños públicos = conducta urbana que viola olímpicamente reglas básicas de higiene y de convivencia ciudadana.
Segunda ecuación
Servicio de limpieza y de recolección deficiente + histórica contaminación de napas de agua + total abandono de terrenos baldíos + ausencia de una política de educación/concientización respecto del cuidado del medio ambiente = conducta gubernamental que ignora y/o pasa por alto exigencias relativas al bienestar público y común.
Olor a fritanga, a lácteo vencido, a fruta podrida. A mierda, a despojo, a bicho muerto. A basural, a Riachuelo, a «Cinturón Ecológico» (vaya eufemismo). Así huele hoy nuestra Buenos Aires. Cada vez menos «misteriosa», según la pluma de Mujica Láinez. Cada vez más hedionda, según pasan el verano y nuestro malogrado tiempo.