La historia del camello que llora

La historia del camello que lloraLa historia del camello que llora ofrece algo más que una anécdota surgida de la vida de una familia de pastores mongoles. De hecho, la película de Byambasuren Davaa y Luigi Falorni da cuenta de la existencia de un rincón ajeno a la ola (¿tsunami?) consumista, mediática, tecnológica, globalizadora, quizás una suerte de panacea para quienes se sienten agotados, saturados, alienados por la vorágine occidental, urbana y conectada.

Probablemente el mayor mérito de esta joyita filmada en 2003 sea su capacidad para enmarcar, sin desmerecer, los elementos de una leyenda dentro del formato documental. Dicho de otro modo, éste no es un acercamiento antropológico o sociológico que pretende describir las costumbres de un grupo humano en particular.

Aquí el condimiento real, el recurso de la cámara testimonial no desembocan en la típica exposición sociológica. Al contrario, lo que prima es la intención de contar un cuento y -como suele suceder- a partir de ese cuento invitar a la reflexión, en este caso sobre los milagros de la naturaleza, sobre nuestra relación con el medio ambiente, sobre la sabiduría de un pueblo a salvo de la contaminación mundana.  

Sin dudas, este largometraje conmueve a partir de sus personajes, hombres, mujeres, niños y animales que conviven en absoluta armonía. También cautiva por sus imágenes del -aparentemente inhóspito- desierto de Gobi, y «encanta» en el sentido más literal del término a través de un relato tan original y mágico como enternecedor.

En La historia del camello que llora, el movimiento de cámaras, el lineamiento del guión, la dirección de actores pasan totalmente desapercibidos. Los espectadores tenemos la sensación de relacionarnos directamente con ese medio, con esos animales, con esas personas, con sus creencias.

Esta vez la anécdota es apenas una excusa para descubrir un mundo, una cosmogonía, una filosofía de vida que -sin proponérselo- nos regala sentido común, paz, belleza y poesía.