De no ser por sus últimos veinte minutos, El diablo viste a la moda sería una muy buena propuesta. En principio, el largometraje de David Frankel lo tiene todo: guión interesante, excelente producción, actuaciones destacadas, banda de sonido pegadiza. Quizás lo único reprochable sea un desenlace complaciente, que incluye la remanida moraleja sobre la importancia del autodeterminismo.
Desde un punto de vista estrictamente cinematográfico, no cabe duda de que esta película está muy bien filmada. Tanto que uno jamás sospecharía el origen literario de la historia (de hecho, estamos ante la adaptación de la novela homónima de Lauren Weisberger).
A modo de ejemplo, podemos citar la introducción, combinación de escenas que muestran los preparativos de distintas empleadas pertenecientes al staff de la revista de moda Runway. También existen pasajes que resuelven situaciones de manera inteligente, sintética y muy pertinente (la sucesión de secuencias que reflejan la metamorfosis de la joven protagonista es el caso más claro en este sentido).
Sin dudas, Frankel sabe explotar la estética del mundo fashion para ponerla al servicio de su comedia. Tenemos entonces un vestuario envidiable, mujeres monísimas, autos lujosos, música de pasarela e incluso el cameo de algunos popes de la haute couture.
La película también cuenta con excelentes interpretaciones. A Meryl Streep el papel de Miranda Priestly le va como anillo al dedo. A la veterana actriz le bastan algunas miradas y ciertos tonos de voz para trasuntar el profesionalismo, la rigurosidad, la intransigencia, el despostismo, la soledad, la eventual vulnerabilidad de su personaje.
Algo parecido puede decirse de Anne Hathaway, capaz de transmitir una rara combinación de candidez, desesperación y voluntarismo sin recurrir a gesticulaciones desmedidas ni a mohines artificiosos. Es más, su entrega es tan convicente que probablemente pocos espectadores la asocien a la esposa ficcional de Jack Twist/Jake Gyllenhaal en Secreto en la montaña.
Teniendo en cuenta tantos puntos a favor, resulta algo decepcionante que El diablo viste a la moda resigne su indiscutible ímpetu inicial ante la incomprensible necesidad de acatar las exigencias del happy ending. Es una pena. Sin este condicionamiento tampoco habría reproche.