«Placer estético»… Creo que el concepto se lo debemos a Emmanuel Kant. Si mal no recuerdo, el filósofo alemán recomendaba apreciar al arte desde un lugar liberado de sensaciones y sentimientos, buscando una aproximación límpidamente objetiva e intelectual.
Pues bien, escudada detrás de esta postulación teórica, me atrevo a confesar que la pintura pocas veces me conmueve. Dicho de otro modo, puedo reconocer la belleza de un cuadro, la genialidad de su autor, pero en general no siento demasiado: ni impacto, ni angustia, ni placidez, ni terror, ni amor, ni odio. Ningún tipo de fascinación; más bien indiferencia.
Acostumbrada a los sacudones emocionales que sí suelen provocarme el cine, la música, el teatro, la literatura, aquel impedimento siempre me resultó frustrante, incluso vergonzante. Y lamentablemente nunca encontré consuelo en los sesudos argumentos kantianos.
Hasta que me topé con Marc Chagall. Hasta que descubrí su pincelada mágica, enternecedora. Hasta que conocí su mundo de ensueño, habitado por violinistas solitarios y enamorados volátiles. Hasta que sucumbí al encanto de sus trazos, sus colores, sus sombras, sus relieves, sus texturas.
Desde entonces, considero a don Moishe Zakharovich Shagalov como la bendita excepción a la regla, como la prueba irrefutable de que -al final de cuentas- el tan promulgado «placer estético» es apenas una mínima expresión de nuestra inmensa, enriquecedora, emotiva relación con el arte.