¿Quién se acuerda de El perro verde? Sí… Esa serie de entrevistas a cargo del andaluz Jesús Quintero, emitida por la televisión argentina a fines de los ’80. Ese programa que más tarde Mauro Viale imitó burdamente, sin éxito alguno. Ese referente de un periodismo en vías de extinción: agudo e incisivo, pero a la vez respetuoso y sutil.
Hace unos días, mientras hacía zapping, di por casualidad con el conductor ibérico en la TVE. Como de costumbre, estaba sentado frente a su invitado, observándolo, escuchándolo, prestándole una atención minuciosa e ininterrumpida. Haciéndole preguntas pertinentes, atinadas, inteligentes, libres de (pre)juicios.
En general, ante las intervenciones de Luis Majul, Jorge Lanata, Oscar González Oro, Chiche Gelblung, Gustavo Sylvestre entre otros especímenes mediáticos autóctonos, uno termina creyendo en la irreparable bastardización de la entrevista. ¿Qué pensar, sino, cuando a todas luces prevalece la modalidad arrogante e inquisidora del interrogatorio, o cuando la imposibilidad de escucha se revela como síntoma de inconfundible divismo?
De El perro verde, recuerdo las entrevistas realizadas a personajes anónimos y a personalidades tan polémicas como Hebe de Bonafini o Mario Firmenich. El trato era el mismo para todos; quizás por eso famosos y desconocidos terminaban sintiéndose a gusto, con ánimo de conversar.
Recuerdo también los silencios de Jesús. Ocupaban un lugar tan protagónico como las palabras mismas, y conformaban un espacio de reflexión inexistente en los habituales ping pong de preguntas y respuestas.
En una nota concedida a la Rolling Stone española en 2002, Quintero sostuvo que «un hombre no es 20 minutos, es una historia, y a veces el aroma de una persona aparece en el minuto 17; a lo mejor hay que arrancar la entrevista en ese momento de emoción». Hermosa definición, digna de un hombre de radio y televisión, y además conocedor del alma humana.